Bloque 3

Historias que se tejen entre sopas y frazadas en las frías noches porteñas


Cada noche, voluntarios de la Red Solidaria acercan abrigo y alimento a las personas que duermen en la calle. Clarín.com los acompañó en la recorrida.

Por FLORENCIA CUNZOLO DE CLARIN.COM

Ángel (30) mide en inviernos los años que lleva viviendo en la calle. Ya va por los cuatro y reconoce, con una sonrisa que asoma bajo su gorra, que “este está muy duro”. Desde las baldosas que ocupa frente al Obelisco se acostumbró a ver como, cuando cae la noche, la gente pasa apurada, enroscada en bufandas y emponchada de pies a cabeza, camino a su hogar. Pero de esa multitud hormigueante, hay un puñado que se queda, se calza bolsas al hombro y sale a ofrecer abrigo y algo caliente a quienes no necesitan de alertas meteorológicos para saber de la crudeza del frío que les cala en el cuerpo.

A las 20 y con puntualidad inglesa, los siete días de la semana la esquina de Riobamba y Bartolomé Mitre se convierte por unos minutos en una de las más concurridas de la Ciudad. Ahí, a pasitos del Congreso, decenas de voluntarios (jóvenes y no tanto) se alistan y esperan las indicaciones Manuel Lozano, director de la Red Solidariae impulsor de la movida anti-frío. En total son 1.200 inscriptos que rotan cada semana y durante los tres meses del invierno salen de sus casas a la hora en que la mayoría vuelve para tenderle una mano a los que no tienen dónde volver.

“Los nuevos a la derecha, los que ya salieron alguna vez a la izquierda y los que están con auto al centro” es la primera indicación que Lozano da a la tropa solidaria. Inmediatamente después empieza el reparto de carpetas, una para cada una de las zonas a recorrer. Desde Congreso salen 12 grupos, algunos se mueven a pie y otros en cuatro ruedas y cubren los barrios de la Ciudad con más población en situación de calle. En su debut como voluntaria, Carolina Zincosky (22) se pliega tímidamente a dos integrantes más experimentados: le toca transitar las calles junto a Ricardo Luza (42), que es diseñador gráfico; y Mariela, quien todos los jueves sale a las 19.30 del comercio en el que trabaja y se va derecho al Congreso movida “por las ganas de ayudar”.

Carolina es locutora y estudia Psicología. Aferrada al termo cargado con agua caliente escucha atentamente a Mariela. Ella le explica que en la carpeta tienen una hoja dedicada a cada persona que asisten en la calle noche a noche. Allí anotan si necesitan calzado o ropa, para que al día siguiente el grupo al que le toca caminar la zona se lo alcance. También consignan si alguien requiere atención médica o ayuda para tramitar el documento o un subsidio habitacional, entre otras cosas. “Se cortó el dedo y lo tiene infectado”, “necesita ropa interior y medias”, son algunos de los apuntes con diferentes letras, trazos y colores que pueblan el registro. Finalizado el repaso, levantan las cosas que necesitan, hombrean la bolsa cargada con sobres de sopas instantáneas (en un mes y medio ya entregaron 30.000), galletitas, chocolates y frazadas y se alejan los tres juntos por Riobamba.

Las recorridas duran tres horas. En promedio cada voluntario se compromete a salir una noche por semana. A las 23, todos los grupos se vuelven a reunir en la esquina para guardar las grandes bolsas de arpillera en el depósito donde se almacenan las donaciones. Tres días a la semana salen médicos voluntarios que recorren todas las zonas. Manuel admite que se necesitarían algunos más para que haya atención la semana entera.

“Me siento fletero, changarín, periodista, psicólogo”, cuenta mientras camina encorvado, cual Papá Noel con el bolsón cargado sobre su hombro derecho. De jean y zapatillas y rastas en el pelo nadie diría que es abogado, pero ese es el título que consiguió en Buenos Aires donde vino a estudiar desde su Chascomús natal. En 2009 sintió que tenía que hacer algo por los que pasaban frío y empezó a salir con dos amigas a patear las calles. El invierno pasado amplió la convocatoria desde la Red Solidaria y se sumaron 650 voluntarios. Este año la cifra se duplicó y la iniciativa se amplió a otras ciudades del país como Rosario (Santa Fe), Resistencia (Chaco), Córdoba y Concordia (Entre Ríos).

La idea es establecer “un vínculo de confianza y afecto que nos permita trabajar en la inclusión de quienes duermen en la calle y así lograr que ninguna persona muera de frío”, explica.

Julio (13) e Isaías (17) paran en la esquina de 9 de Julio y Mitre. Nicolás (18) los conoce. Los ve en cada recorrida. Se frena. Ellos lo saludan con un apretón de manos y le aceptan las sopas. También dos bufandas bordó. Mientras el agua humeante cae en el vaso, el semáforo se pone en rojo y los chicos corren a limpiar vidrios. Un automovilista los rechaza a bocinazos.

Unos pasos más adelante, el joven de rastas acomoda un sobre y un vasito al lado de un bulto gris. “Cuesta tanto dormirse en la calle que optamos por no despertarlos”, cuenta. El hombre recostado en la vereda se confunde en el paisaje y se invisibiliza para el ojo desprevenido. “No nos podemos acostumbrar a lo inconcebible”, reflexiona Manuel.

Ángel, el muchacho con vista al Obelisco, admite que es muy complicado conciliar y mantener el sueño en la calle. “Uno quiere esquivar el frío del piso, pero siempre terminás ahí”, dice. Extraña “la comodidad para descansar” que brinda una casa. Más temprano se había ido a bañar a “la casa de las monjas”, en Larrea y Berutti. Lo acompañó Gustavo, quien suelta risotadas mientras se empapa en desodorante. “Es que vivimos en la calle pero no estamos tan abandonados, che”, aclara. Después se pone serio, cambia el tono de voz y con ojos humedecidos agradece a los voluntarios “por el tiempo que pierden en nosotros”.

En la plaza que está detrás del Teatro Colón, Javier canta sentado en una silla de oficina. Está solo frente a un balde con brasas en el que asó unas alitas de pollo. Manuel y Nicolás preguntan por los pibes que siempre lo acompañan en el sillón que ambienta su living al aire libre. “Por suerte” consiguieron techo, responde. El 25 de julio cumple 26 años y Manuel promete llevarle una torta. El joven de boina devuelve el gesto regalándole una pulserita que acaba de armar.

En el trayecto, el Chaqueño llega agitado corriendo por Corrientes y reclama su sopa de todas las noches. Cuenta que sigue “limpio” de drogas desde hace 20 días y que consiguió turno para operarse en marzo de 2012 de su problema en el estómago. Carlos Antonio, mientras se acomoda para dormir en el escalón de un bar de la calle Paraná pide si le pueden conseguir guantes, pero no aceptó la frazada. “Ya tengo una, gracias”, concede gentil.

Es hora de emprender la vuelta hacia el punto de encuentro y los pies acusan recibo del trajín. El cansancio se mezcla con la satisfacción de haber dado una mano, prestado una oreja, cruzado una mirada con los que se quedaron a un costado de casi todo. Pero también con el sabor amargo que deja el saber que el esfuerzo “es sólo un paliativo”, admite Manuel, para un problema cuya solución escapa a la buenas intenciones de un grupo de voluntarios, por más nutrido que sea. “Nosotros volvemos a la comodidad de nuestras casas, comemos y dormimos abrigados”, pero mañana habrá que regresar, porque hará frío y habrá gente esperando.